Comentario
En que se cuenta lo sucedido en la Real Audiencia: la suspensión del presidente don Lope de Armendáriz; su muerte, con otras cosas sucedidas en aquel tiempo
La visita del licenciado de Monzón caminaba con pies de plomo, causa de donde nacían muchas causas perjudiciales al Nuevo Reino de Granada y sus moradores.
Atravesóse luego el casamiento de don Fernando de Monzón, hijo del dicho visitador, con doña Jerónima de Urrego, hija legítima del capitán Antonio de Olalla, y su universal heredera por haber muerto poco antes Bartolomé de Olalla, su hermano, a quien pertenecía la sucesión de Bogotá. A esta señora le pedía también por mujer el licenciado Francisco de Anuncibay, oidor de la Real Audiencia. Andaban en conciertos y diferencias.
El capitán su padre, que de ordinario asistía en sus haciendas y no acudía a la ciudad sino en las pascuas, habiendo tenido aviso de doña María de Urrego, su mujer, de lo que pasaba y las diferencias que había entre los dos pretendientes, que de todo le dieron larga cuenta sus amigos, que andaban en la plaza y sabían lo que se platicaba, el capitán Olalla determinó de llevarse a su hija y tenérsela consigo hasta mejor ocasión, y que los pretendientes se aquietasen. Vino por ella.
Estaba el río de Bogotá tan crecido con las muchas lluvias de aquellos días, que allegaba hasta Techo, junto a lo que agora tiene Juan de Aranda por estancia. Era de tal manera la creciente, que no había camino descubierto por donde pasar, y para ir de esta ciudad a Techo, había tantos pantanos y tanta agua, que no se veía por dónde iban.
Trajo el capitán Olalla una grande balsa para llevar a la hija. Saliólos acompañando el licenciado Anuncibay hasta el punto de la balsa; vio embarcar su alma, y que se le iba por aquel ancho piélago. Esperó hasta perderlos de vista. Volvió a la ciudad algo tarde, que apenas podía salir de los malos pasos.
Otro día en la Real Audiencia propuso el caso y la perversidad del mal camino; consultóse y salió determinado de que se hiciese un camellón. Cometióse el ponello en ejecución el propio oidor Francisco de Anuncibay, el cual no se descuidó en hacerlo, que es el que hoy dura para ir hasta Fontibón; que se lo podemos agradecer al amor, porque es diligente y no sufre descuido.
Dos cosas quiero escribir y decir del licenciado Anuncibay, que, pues se las pusieron por capítulos, no hago yo mucho en escribirlas.
Siguiendo su pasión amorosa, sucedió que un día iban a caballo el dicho oidor, el licenciado Antonio de Cetina y el licenciado Juan Rodríguez de Mora, oidores de la Real Audiencia; pasaban por la calle del capitán Antonio de Olalla, y estaban en una ventana doña Francisca de Silva, doña Inés de Silva, su prima, y doña Jerónima de Urrego. Dijo el licenciado Anuncibay, hablando con el licenciado Antonio de Cetina:
--"¿Quiere vuesamerced, señor licenciado, ver a la Santísima Trinidad?"
Díjole Cetina:
--"¿Está por aquí algún retablo?".
Respondió el Anuncibay:
--"Alce vuesamerced los ojos a aquella ventana, que allí la verá".
Santiguóse el Cetina, y el licenciado Mora le dijo:
--"Parécerne, señor licenciado, que va perdiendo el seso". Con esto pasaron la calle.
La otra casa fue que habiéndose leído una petición en la sala real, que tenía no sé qué retruécanos, dijo:
--"Tened, relator, volved a leer esa petición, que parece que tiene la retartalilla del credo. Deum de Deo, lumen de lumine" Pusiéronle estos dos dichos por capítulo; y así no hay que ponerle mucha culpa en que despachase la provisión para prender al señor obispo de Popayán.
* * *
Con las cosas que andaban de la visita, que muchas de ellas estaban preñadas y no se sabía que tal sería el parto, cada uno se prevenía para lo que pudiese suceder. Por manera que en la primera ocasión le vino cédula al licenciado Francisco de Anuncibay para que fuese a la Audiencia de Quito por oidor, y al licenciado Antonio de Cetina, que casó en esta ciudad con doña Juana Ponce de León y cuñada del Mariscal Venegas, le vino cédula para oidor de las Charcas.
Al licenciado Juan Rodríguez de Mora, que por orden del señor arzobispo don fray Luis Zapata de Cárdenas se había bajado a Cartagena, le vino cédula de oidor para la Nueva España.
Idos todos estos señores, quedaron en la Real Audiencia el presidente don Lope de Armendáriz, el licenciado Pedro Zorrilla, oidor, y el fiscal Orozco. Con lo cual quedó a don Fernando de Monzón, hijo del visitador, el campo seguro para sus pretensiones, las cuales siguió y al fin casó con doña Jerónima de Urrego, principio de los disgustos del visitador, su padre, a lo que se decía en público. Pero otra fue la ocasión, como adelante veremos.
Visto por el visitador Monzón que su descuido había causado el haber pasado tantos pliegos a Castilla, de los cuales había resultado haber salido los oidores con nuevas plazas, fuera del riesgo de la visita, acordó de poner remedio en lo de adelante, y así no salía pliego ninguno de la Real Audiencia que él no cogiese; con lo cual el presidente, don Lope de Armendáriz, perdía el seso y andaba muy disgustado, y rompía los aires con quejas.
Sucedió, pues, que un día, estando con estas bascas y quejas, por haberle cogido el visitador un pliego, entró en la sala, donde estaba Juan Roldán, alguacil de corte, a quien el presidente había mandado llamar para cierta diligencia, y como le vio con aquel enfado, arrimóse a un rincón. Dio el presidente una grande voz diciendo:
--"¿Es posible que no he de hallar yo un hombre que me escape un pliego de las manos de este traidor?".
Dijo el Juan Roldán desde el rincón:
--"No se lo ha dado Usía a Juan Roldán".
A la voz que oyó el presidente, volvió, vido al Juan Roldán, y díjole:
--"¿Qué buscáis aquí?".
Respondióle:
--"Usía me mandó llamar".
--"Ya me acuerdo, respondió el presidente, y también oí lo que dijisteis. ¿Atreveros heis a llevarme un pliego a Cartagena sin que os lo quiten?".
Respondió Roldán:
--"Démelo Usía, y si me lo quitaren, quíteme esta cabeza".
--"Pues por vida del rey, le respondió el presidente, que si me le escapáis he de daros la primera encomienda que vacare. Andad y haced esta diligencia, que yo me voy a escribir; yo os avisaré".
Fuese Juan Roldán; hizo lo que le mandó y al punto puso postas en el camino de Honda. Dentro del tercero día llamó el presidente a Roldán desde la ventana, y diole el pliego sin que nadie lo viese. Preguntóle:
--"¿Cuándo saldréis?".
Dijo:
--"Otra cosa me falta, voy y vuelvo de ahí a un rato".
Volvió con otro pliego igual al que te había dado, y díjole:
--"Ponga Usía aquí su sello, y mañana me voy".
El presidente lo regaló, y fuese.
Llegado a Honda, saliéronle al encuentro, pidiéronle el pliego --que lo había de dar-- que no lo tengo. Metieron mano a las espadas, y después de haber tirado tajos y reveses largos, dijo el Juan Roldán:
--"Señores, no me maten, que yo les daré el pliego".
Dijo el alguacil:
--"Pues con eso se habrá acabado el pleito".
Puso Roldán la espada sobre una piedra, desató la cinta de los calzones y alzando la camisa, que vían todos, se desató un paño de manos que traía atado a raíz de las carnes, y arrojólo diciendo:
--"¿Ven ahí el pliego?, y llévese el diablo al visitador y al presidente, que no me han de matar a mí por ellos ni por sus trampas".
Allegó uno y tomó el paño de manos. Acudieron luego a la lumbre, reconocieron el sello del presidente por otros que habían quitado, con que quedaron muy contentos.
Amanecía el día. Mandaron a Juan Pérez Cordero que les mandase hacer de almorzar, que se querían volver luego; hízolo así. Puesta la mesa, el alguacil del visitador salió a llamar a Juan Roldán, que se había quedado asentado sobre una piedra. Díjole:
--"Vamos, hermano, almorzaremos; no estéis tan triste, dadlos a la maldición estos galeones del rey, que el que está más lejos de ellos está más seguro, porque por cualquier achaque sale un balazo de cualquiera de ellos, que mata a un hombre o lo derriba. No se os dé nada, que si os faltare la casa del presidente, ahí tenéis la del visitador, que yo sé que os ocupará".
El Juan Roldán, muy triste, le respondió:
--"Señor y amigo mío; yo os agradezco el consuelo, pero yo he de volver a Santa Fe, ni le he de ver la cara al presidente don Lope de Armendáriz. Si me queréis hacer algún bien, aquí están unas canoas que van a los Remedios. Favorecedrne en que me lleven en una de ellas, que aunque sea con un poco de maíz, que no tendré para más, me iré por no volver a Santa Fe".
--"Vamos y hablaremos con Juan Pérez Cordero, y veamos el avío que nos da".
Con esto se fueron a la venta. Estaba la mesa puesta. Sentáronse a almorzar, y estando comiendo, le preguntó el alguacil al Juan Pérez si tenía algún bizcocho y algunos quesos. Respondióle que sí tenía. Acabado de almorzar, se levantó el alguacil, entró a pagar al Juan Pérez lo que se le debía, y pagóle asimismo dos arrobas de bizcocho y cuatro quesos, encargándole mucho los diese a Juan Roldán, y que en una de aquellas canoas que iban a los Remedios lo embarcase. Con esto salió a los compañeros: "Vamos". Al Juan Roldán le dijo aparte que Juan Pérez le daría avío; y con esto se volvieron la vuelta de Santa Fe.
Juan Roldán, que se vio fuera del fuego, dentro de dos horas se embarcó la vuelta de Cartagena, y con sobra de matalotaje que ya él tenía en la canoa en que había de hacer el viaje, dejémosle ir, que él volverá y nos dará bien en que entender; y en el ínterin vamos con los que llevan el pliego, que los está esperando el licenciado Monzón.
Llegaron un jueves a mediodía, que yo me hallé en esta sazón en casa del visitador. Desde el corredor los veían venir y decían: "Ya vienen allí". Estaban jugando a las barras en el patio; estábamos mirando Juan de Villardón, que después fue cura de Susa, y yo, que entonces erámos estudiantes de gramática. Entraron en el patio cinco hombres a caballo; apeáronse y subieron la escalera arriba a la sala del visitador, y fuimos tras ellos. Estaban puestas las mesas y el visitador se asentaba a comer. Pusiéronle el pliego sobre la mesa; tomólo en la mano, miró el sello y dijo:
--"Comamos agora, que luego veremos lo que escribe ese tontillo".
Púsolo a un lado mientras comía. Los que trajeron el pliego celebraban lo que les había pasado con Juan Roldán, y cómo habían tenido cuchilladas para quitalle el pliego.
Comió el visitador, pidió unas tijeras, descosió el pliego, tomó la primera carta, abrióla y hallóla en blanco; lo propio fue de la segunda y tercera. Los que estaban alrededor de la mesa esperando las albricias, como vieron tanto blanco fuéronse deslizando, que no quedó más que el alguacil detrás de la silla del visitador, que apartando el pliego a un lado, le preguntó:
--"¿Quién llevaba este pliego?".
Respondióle:
--"Señor, Juan Roldán, un alguacil de corte".
Díjole el visitador:
--"Ven acá. ¿Es aquel que me llama a mí Catón el del azote?".
Díjole:
--"Sí, señor; ¡ése lo llevaba!".
--"Por vida del rey, respondió el visitador, que sólo ese hombre en toda esta tierra me podía hacer este tiro! Quita allá esos papeles. ¿Qué se hizo Roldán?".
Respondióle:
--"Embarcóse para los Remedios, que yo le di bizcocho y quesos".
--"Por manera, le dijo el visitador, que le disteis embarcación y matalotaje. Bien habéis despachado".
Con esto se entró en su aposento, y esta tarde hizo el auto de la suspensión del presidente don Lope de Armendáriz, con que el día siguiente le suspendió. Con lo cual quedaron en la Real Audiencia el licenciado Pedro Zorrilla y. el fiscal Orozco, habiendo tenido poco antes seis oidores y un presidente.
Suspenso el doctor don Lope de Armendáriz, desocupó las casas reales, a donde se pasó el oidor Pedro Zorrilla, y el presidente a las casas que hoy es el convento de monjas de Santa Clara, y en la ocasión primera envió a Castilla, por pliego vivo, a doña Juana de Saavedra, su legítima mujer, a doña Inés de Castrejón, su hija, dama muy hermosa y en edad de casarse, y a don Lope de Armendáriz, su hijo, niño que nació en estas partes, que agora es marqués de Cadereita y virrey de Méjico; a los cuales envió para que no estuviesen presentes a los reencuentros que tuviese con el visitador, y para que en Castilla tuviesen sus negocios mejor despacho.
Sucedió, pues, que llegados a España, se casó doña Inés de Castrejón, su hija, no muy a gusto de sus parientes. Vínole al padre esta nueva, y causóle la pena de ella una calentura que fue bastante a quitarle la vida. Murió en esta ciudad y está enterrado en San Francisco.
Juan Roldán llegó a Cartagena, concertó el pliego que llevaba, entrególo y tomó recibo, y volvióse a este Reino, perdidas las esperanzas de la encomienda, porque voló la nueva de la suspensión del presidente, que supo en el camino. Llegado a esta ciudad, y sin vara de alguacil de corte, andaba, como dicen, a sombra de tejados, temeroso del visitador. Acudía muy de ordinario a la parroquia de Nuestra Señora de las Nieves y pasaba la puente de San Francisco después de anochecido y muy de madrugada, porque no le viesen de casa del visitador, que tenía su posada en las casas del capitán Alonso de Olalla, que hoy son de San Francisco de Ospina, junto a la dicha puente.
Descuidóse un día Juan Roldán; vino algo tarde a pasar la puente, violo el visitador por el espejuelo del bastidor; llamó a un paje y díjole:
--"¿No es ése el que me llama Catón el del azote?".
--"Este es, señor; éste es Juan Roldán, el que era alguacil de corte".
--"Corre, ve y llámalo; dile que le llamo yo".
Salió el paje y alcanzólo poco más arriba de las casas de Iñigo de Albis, díjole que su señor el visitador lo llamaba. Respondióle Roldán diciendo:
--"Mira, niño, que no seré yo a quien llama, que será a otro".
Afirmóse el paje en que a él llamaba.
Estaban parados, y el visitador reconoció (percatóse de) la diferencia. Corrió el bastidor y llamóle de mano, con que Roldán no se pudo excusar. Entró en casa del visitador, el cual le recibió muy bien, preguntándole cómo le iba y en qué se ocupaba. Reconoció Juan Roldán las palabras dulces del visitador, respondióle a propósito, no dejando de meter una coleta de su desacomodamiento. El visitador le respondió muy suave, ofreciéndole su casa y que estando en ella lo acomodaría, con que lo despidió muy contento. Con lo cual el Juan Roldán era muy continuo en la casa del visitador, y como era carta vieja de toda la tierra, le daba larga cuenta de ella; y con esto no salía de casa del visitador, estando muy en su gracia.
Suspenso el presidente don Lope de Armendáriz, se mudaron las cosas muy diferentes, porque el presidente era muy cristiano en su gobierno y miraba mucho por la justicia, y así tenía la rienda a muchas cosas. Por esta razón no pudo alabar su suspensión, porque, diciendo la verdad, fue apasionada. No quiero decir en esto más.
* * *
Quedó la Real Audiencia, como tengo dicho, con un oidor y un fiscal, que lo era el licenciado Orozco, hombre mozo, de espíritu levantado y orgulloso, con lo cual traía a su voluntad la del oidor Pedro Zorrilla.
Seguía el fiscal los amores de una dama hermosa que había en esta ciudad, mujer de prendas, casada y rica. Siempre me topo con una mujer hermosa que me dé en que entender. Grandes males han causado en el mundo mujeres hermosas. Y sin ir más lejos, mirando la primera, que sin duda fue la más linda, como amasada de la mano de Dios, ¿qué tal quedó el mundo por ella? De la confesión de Adán, su marido, se puede tomar, respondiendo a Dios: "Señor, la mujer que me disteis, ésa me despeñó", ¡Qué de ellas podía yo agora ensartar tras Eva! Pero quédense. Dice fray Antonio de Guevara, obispo de Mondoñedo, que la hermosura y la locura andan siempre juntas; y yo digo que Dios me libre de las mujeres que se olvidan de la honra y no miran al "¡qué dirán!", porque perdida la vergüenza, se perdió todo.
Siguiendo, pues, como digo, el fiscal estos amores de esta dama, la señora fiscala entendió el mal latín de su marido, con lo cual tenían malas comidas y peores cenas, porque es rabioso el mal de los celos; por lo menos, hay opiniones que se engendraron en el infierno. Salieron de muy buena parte para que no ardan, abrasen y quemen. Los celos son un secreto fuego que el corazón en sí mismo enciende, con que poco a poco se va consumiendo hasta acabar la vida. Es tan rabioso el mal de los celos, que no puede en algún pecho, por discreto que sea, estar de alguna manera encubierto.
Fueron, pues, de tal manera los celos de la fiscala, que ciega y perdida currió al visitador a dalle parte de ellos y de las muchas pesadumbres que pasaba con su marido, el cual la consoló y le prometió el remedio para su quietud, con que la despidió algo consolada, si acaso celos admiten consuelo.
Fue el visitador a visitar a esta dama, como lo solía hacer otras veces; en la conversación tocó la queja de la fiscala, y de los toques y respuestas salió el visitador muy enfadado, y ella se convirtió en un áspid ponzoñoso; de tal manera, que visitándola el fiscal, le dijo que le había de dar la cabeza de Monzón, o que no le había de atravesar los umbrales de su casa; con lo cual le pareció al Orozco que ya quedaba privado de sus gustos. Este fue el principio y origen de la prisión del licenciado de Monzón, y de los muchos alborotos que tuvo esta ciudad, y pérdida de muchas haciendas, y daños, como adelante veremos.
Con un fingido alzamiento que se inventó, que fue la cabeza del lobo con que se hizo la cama al visitador para prenderle, como en efecto se puso en ejecución, porque los celos de la fiscala ardían y las quejas de la dama traían al pobre fiscal fuera del seso en cómo daría la cabeza de Monzón, que le había pedido y él la había prometido. Demanda rigurosa fue la de esta mujer y dama, que, siendo hermosa, da en cruel, eslo de veras; y más si aspira a la venganza.
Buen ejemplo tenemos en Thamar, hermana de Absalón, y en Florinda, hija de don Julián, la Cava por otro nombre, pues la una fue causa de la muerte de Amón, primogénito de David, y la otra fue causa de la muerte de Rodrigo, último rey de los godos, y de la pérdida de España, donde tantas muertes hubo. ¡Oh mujeres, malas sabandijas, de casta de víboras!
Pues no paraba la cosa en sólo la causa del visitador Monzón, porque como el amor pintan ciego y traidor, traía a estos dos amantes ciegos, porque el fiscal quería que el marido de su dama muriese también, y ella quería que la mujer de su galán también muriese. Concertadme, por vida vuestra, estos adjetivos. La casa a donde sola la voluntad es señora, no está segura la razón, si se puede tomar punto fijo. Esto fue el origen y principio de los disgustos de este Reino y pérdidas de haciendas, y el venir de visitadores y jueces, polilla de esta tierra y menoscabo de ella... Callar es cordura.
Dio principio el fiscal a sus intentos dando orden de que sonase una voz de un grande alzamiento, tomando por cabeza de él a don Diego de Torres, Cacique de Turmequé. Este era mestizo, hombre rico y gran jinete, con lo cual tenía muchos amigos y le obedecía mucha gente de los naturales; y a esto se le añadía ser grande amigo del visitador Juan Bautista de Monzón.
Sonó al principio que con gran número de indios, caribes de los llanos, mulatos, mestizos y negros se intentaba el alzamiento. Tomó más fuerza adelante, diciendo que con ingleses y pechelingues era la liga, y que por vía de la Guayana entraba grande ejército, el cual comenzaba a subir por el río de Casanare para salir a la ciudad de Tunja, porque de ella se les daba el favor; con lo cual se alborotó la tierra.
Al principio, nombráronse capitanes de infantería y de a caballo; comenzáronse a hacer compañías de infantes; púsose guarda al Sello Real de día y de noche, causa de que unos quedaron ricos y otros pobres, con el mucho dinero que se jugaba.
Andaba todo revuelto con la venida de don Diego de Torres, y andaba el desdichado que no hallaba rincón donde meterse con el nombre que le habían dado, cosa que ni aun por el pensamiento se le pasó. Todo esto se fraguaba contra el visitador para derriballe y contra el marido de la dama para matarle. Fomentaba todo esto el fiscal y ayudábalo el oidor Pedro Zorrilla.
El nombre del alzamiento era campanudo. Llamaron al capitán Diego de Ospina, vecino de Marequita, que era capitán del Sello Real (adelante diré su venida). Corría la voz por toda la tierra; la ciudad de Tunja hacía grandes diligencias por descubrir de dónde salía este fuego. Tomaron los pasos de los caminos por donde se entendía podía entrar el enemigo. En toda la tierra no se hallaba rastro de armas contrarias ni prevención alguna, de donde los hombres bien intencionados vinieron a entender que era alguna invención o maula, con lo cual estaban con cuidado y a la mira de todo.
Echóse una carta con la firma de don Diego de Torres, Cacique de Turmequé, y el sobrescrito de ella al licenciado Juan Bautista de Monzón, visitador de la Real Audiencia, y en sus capítulos había uno del tenor siguiente: "En lo que usía me avisa de lo que me encargó, digo, señor, que no le dé ningún cuidado; que cuando sea menester gente para lo dicho, de hojas de árboles sabré yo hacer hombres". Esta carta vino a manos de la Real Audiencia, con lo cual el fiscal hacía del oidor Zorrilla lo que quería.
Con el achaque de esta carta, prendieron al licenciado de Monzón, y antes que lo pusiesen en ejecución, habían despachado requisitorias y mandamientos para prender al don Diego de Torres, y otros sus parientes; tenían ya preso al capitán Juan Prieto Maldonado, de Tunja, grande amigo del visitador, y a otros parientes suyos y del don Diego de Torres, no porque en ellos hubiese género de culpa, sino por dar nombre al alzamiento. Con esto se ardía esta ciudad y toda la tierra, y no se veía el fuego sino sólo el gigante del miedo y temor que causaba el nombre del alzamiento. Estaba esta ciudad muy disgustosa, porque los buenos bien conocían el engaño y la falsedad; los malos, que era el mayor bando, gustaban del bullicio y alzábanlo de punto.
Andando este fuego bien encendido, intentó el fiscal en una noche, con un rebato falso, matar al marido de su dama, que era capitán de una escuadra de a caballo. De los de su devoción escogió dos buenos arcabuceros, para que si erraba el uno acertase el otro; pero no hay seguridad humana sin contradicción divina, porque es Dios el defensor y es justísimo en sus obras.
Llegó el día de dar el rebato, y como a las cinco horas de la tarde pareció una carta echada al vuelo, como dicen, en que por ella se daba aviso cómo a paso tendido caminaba un grueso campo de enemigos, y que estaba muy cerca de la ciudad de Santa Fe. Llevóse al Acuerdo y al punto mandaron tocar la alarma. Alborotóse de tal manera la ciudad, que después de anochecido era lástima ver a las pobres mujeres con sus criaturas por calles y campos. Ordenáronse escuadrones de infantería, tomáronse las bocas de las calles; la caballería con otro escuadrón de arcabuceros salió al campo tomando el camino por donde se decía venía el enemigo; pero entre toda esta gente no parecía el capitán a quien se buscaba y era causa del alboroto, porque le quiso Dios Nuestro Señor guardar y librar de este peligro. Era, como tengo dicho, capitán de una escuadra de a caballo; de la otra lo era el capitán Lope de Céspedes.
Pues habiendo nuestro buscado capitán comido aquel día, se acostó a dormir la siesta, y en ella le acometió una calentura que no le dejó levantar. Cuando se dio el rebato y le dieron el aviso, envió a suplicar al capitán Lope de Céspedes, su compañero, que atento a su achaque y no poder levantar, gobernase su escuadra el capitán Antonio de Céspedes, su hermano; con lo cual le libró Dios de aquellas dos bocas de fuego y de las malas intenciones. Su santo nombre sea bendito para siempre sin fin.
Recogióse la gente, porque no parecía el enemigo ni rastro de él, de donde los apasionados quedaron desconsolados y los desapasionados alcanzaban que todo era invención y friolera.
En esta sazón se prendió al Cacique don Diego de Torres. Puesto en la cárcel, se fue substanciando la causa, la cual conclusa, le sentenciaron a muerte, con el término ordinario para descargo de su conciencia. Pero antes que se diese el rebato que queda dicho y que se prendiese al don Diego de Torres, saliendo un día del Cabildo el capitán de los de a caballo y el alcalde ordinario, hablando con el regidor Nicolás de Sepúlveda, que era su compadre, el alcalde le suplicó que fuese aquel día su convidado, porque tenía una sala de armas que mostrarle y negocios de importancia que comunicarle.
Aceptó el regidor el convite; fuéronse juntos, y después de haber comido le llevó a la sala de las armas a donde tenía muchas escopetas, pólvora y plomo, lanzas, partesanas, petos fuertes, morriones, cotas de malla, muchas espadas y algunos montantes; en conclusión, una sala de todas las armas.
Dijo el alcalde al regidor su compadre:
--"¿Qué le parece a vuesamerced de esta sala de armas".
Respondióle el regidor diciendo:
--"Lo que me parece y lo que veo, señor compadre, es que en su sala de vuesamerced está el alzamiento del Reino, y que aquí está el fuego que lo abrasa y lo ha de consumir, si no se remedia con tiempo, porque en toda la tierra, ni en las diligencias hasta hoy hechas, no se han hallado armas ni más prevenciones que las que están en su sala de vuesamerced; y si la buena amistad que entre nosotros hay, y otras obligaciones que nos corran, sufren consejo, yo le daré bueno, como se ejecute".
--"Tomaréle yo, señor compadre, respondió el alcalde, como si me lo diera el padre que me engendró, porque en este lugar tengo yo a la vuesamerced".
Respodió el regidor diciendo:
--"Pues, señor compadre, luego al punto y sin dilación ninguna, todas las armas que están en esta sala las eche vuesamerced donde no parezcan, y mañana a estas horas tengo yo de venir a vello; y hecho esto, tome vuesamerced a mi señora comadre y el regalo de su casa y todas las demás cosas de su gusto, y váyase a su encomienda y a ver sus haciendas, y no entre en esta ciudad sin ver carta mía".
Sin faltar un punto de como lo ordenó el regidor, lo cumplió el alcalde; y se fue a sus haciendas, llevando consigo la ocasión de sus disgustos y tantos sobresaltos, a donde los dejaremos por agora.
* * *
El visitador Monzón tenía mucho disgusto de la sentencia que se había dado contra don Diego de Torres, y no sabía por dónde remediallo sin que aquel fuego no le quemase, aunque no sabía todo lo que pasaba, ni lo de la carta de don Diego de Torres que le ahijaban. Estando con esta comisión harto disgustoso y pensativo, entró Juan Roldán, que traía también la nueva de la sentencia. Tratando sobre remediar a don Diego de Torres, le dijo el Juan Roldán al visitador:
--"¿Quiere Usía que suelte a don Diego de la cárcel?".
Respondióle el visitador:
--"¿Cómo lo habéis de soltar?".
A lo cual le respondió:
--"Como Usía quiera que le suelte, yo le soltaré, sin que lo sienta la tierra".
Respondióle:
--"Si lo hacéis como lo decís, seréis la medalla de mi gorra".
--"Pues yo lo haré, señor, respondió Roldán, y voy a dar orden en ello".
Despidióse y fuese hacia la plaza. Era jueves y día de mercado; compró un rancho de pescado capitán, y mandó a una pastelera que le hiciese dos empanadas para el viernes siguiente. De la calle real llevó dos cuchillos de belduque, pagóselos muy bien a Castillo, el herrero, y mandóle que de ellos le hiciese dos limas sordas, encargándole el secretó y el riesgo de entrambos. El propio jueves en la tarde fue a la cárcel a ver a don Diego de Torres; diole el pésame con grandes demostraciones de sentimiento; tuvo lugar de advertille que de aquella ventana que salía a la plaza, que era de ladrillos la pared y la reja de hierro, sacase por de dentro tres hileras, y que su hermano le traería recaudo y orden para lo demás; con esto lo abrazó y despidióse de él.
El viernes siguiente, entre las diez y once horas del día, fue el padre Pedro Roldán, clérigo de misa, hermano de dicho Juan, llevóle las dos empanadas con un muchacho, dióle el pésame de su desgracia, díjole que también le traía allí dos empanadas para que comiese. Al dárselas, como había mucha gente y bulla, le dijo:
--"Guarda ésta para cenar y queda con Dios".
Señalóle la que había de guardar. Recibiálas el don Diego con agradecimiento, y dijo:
--"Esa comeré agora y esta otra quiero guardar para cenar".
En presencia de los que allí estaban, comió la del pescado, la otra guardó a la cabecera de la cama. Este viernes en la tarde le notificaron la sentencia. El alcaide de la cárcel, con la seguridad que tenía de que estaba bien aprisiónado, no le visitaba a menudo, porque le tenía puesta la cadena de Montaño, que atravesaba dos calabozos, y estaba trabada en un cepo muy grueso; teníale un par de grillos y entrambos pies en el cepo con su candado. Llegó la noche; entraba y salía mucha gente en el calabozo, que el alcaide se enfadó de tanta visita. El don Diego a este tiempo le dijo:
--"Señor alcaide, por amor de Dios, que vuesamerced sabe el paso en que estoy y el poco término que me queda de vida, que para que yo me pueda encomendar a Dios, que me eche fuera la gente que está aquí y no deje entrar a nadie en este calabozo".
Fue esta demanda lo que el alcaide más deseaba. Echó la gente fuera, dejóle lumbre encendida y un cristo, cerró la puerta del calabozo y otra que estaba más afuera. Fuese a acostar, por no tener ocasión de abrir a nadie, con lo cual quedó la cárcel sosegada, y sucedió lo que se verá en el siguiente capítulo.